Unimos aquí las dos últimas sesiones de nuestro taller de poesía,
pues en ellas hemos tratado un mismo tema, tan difícil como extenso y
maravilloso, que es la justificación de la escritura poética: ¿qué es lo que
mueve a alguien a escribir? ¿Por qué poesía? ¿Por qué ese entusiasmo por la
creación que produce miedo a la vez?
El amor por la poesía empieza, de forma
mágica, por la lectura: Quevedo, Espronceda, Bécquer, Machado, Unamuno, García
Lorca, Salinas, Luis Cernuda, Claudio Rodríguez … llegan a llenar los ojos
primero, y el alma después, con sus versos. La lectura pulsa en el interior una
especie de resorte capaz de trasladarnos a otro yo, que nos presenta una
dimensión diferente -totalmente diferente- de cuanto somos. Nos hace ver que
existe otra perspectiva de la existencia; no sólo de uno mismo, sino de todo
cuanto nos circunda, pues, según se ahonda en esa belleza recogida en palabras,
surge el enamoramiento. Sí, el amor por ella, por la poesía; y es tan expansivo
ese sentimiento que eleva el yo más íntimo, hasta convertirse en una especie de
lente que se interpone entre la realidad y aquel que lee. Y esto produce un
vértigo estruendoso, porque sí, nos subimos a un tren del que no es posible
bajarse, porque romper esa lente y devolverle al mundo la visión gris que tenía,
sería profundamente desesperanzador, sería terrible.
Y de la lectura surge la necesidad de ir
más allá, porque ese yo en expansión no sólo desea verse reflejado en cuanto
lee, sino que comienza a querer expresarse por sí mismo. Y surge la presencia
redentora, reconfortante, profética, de la poesía. ¿Por qué poesía?
indudablemente, si las lecturas son buenas -más arriba se mencionaron a algunos
de los grandes-, el intento de imitación es natural. He aquí la importancia de
la lectura; no se puede partir de la nada, necesitamos referentes que nos den
la clave lírica del mundo, para luego poder hacer la interpretación personal
del mismo; necesitamos un camino abierto que nos adentre en los confines del
verso para luego buscar los horizontes propios y trazar cada uno la ruta hacia
ellos como su interior le vaya dictando. ¿Cuál es esa ruta? ¿Qué es lo que
distingue un poeta de otro? La voz, esa voz poética que hay que buscar por
encima de todo, y que se encuentra cuando tomamos conciencia de que hemos
dejado de imitar, de que nos hemos desvinculado de los brazos que nos sostenían
y comenzamos a andar solos, ... la voz llega cuando llegamos encontrarnos en lo
que escribimos.
¿Por qué el miedo -entonces- a escribir?
el miedo surge en primer lugar, a no hacer algo digno, como si un mal verso
dañase aquel ideal poético en que se piensa cuando se escribe. Se lee lo
propio, se vuelve la vista al modelo, se vuelve a leer lo propio... y la
conciencia del error constante merma las fuerzas; pero hay que seguir
intentándolo, hay que seguir en la búsqueda de ese "yo poético" que
da libertad porque supone la plenitud de encontrarse a uno mismo. Y, en última
instancia, el miedo a la legitimación como poeta; escribir no es sólo un
aspecto formal, sino que es una aceptación de un yo poético que obliga a reconfigurar
la conciencia por completo. Hay que aceptarse, hay que asumir que -y esto es
difícil- para el que escribe poesía –simplificando mucho-, la luna ya no será
simple luna, ni el viento, simple viento, ... todo se percibe de una forma más
intensa, desde una especie de reverso del mundo donde todo se colma de
significados, de lirismo en definitiva... una visión que oprime el pecho y la
garganta y pide salir, a gritos a veces... el corazón lo filtra, y la mano
escribe. Una vez escrito, encontrarse frente a frente con aquello que se
siente, con una intimidad y hondura a veces arrolladoras, requiere de una
firmeza de espíritu grande; eso, a veces, agota las fuerzas. Pero la lucha del
poeta no termina en sí mismo, sino que va más allá; la poesía es escritura, y,
como tal, necesita unos ojos que la lean, que la hagan suya -esa es la gloria
del poeta-. Y no siempre existe esa legitimación por parte del resto. La
comprensión, la aceptación de lo que se escribe es variable, dependiente de mil
factores y condiciones, caprichosa, crítica,... y hay que saber recibir las
consecuencias no siempre favorables de lanzar un escrito al abismo de la
recepción.
Por último, está el lugar del poeta entre
el resto; lo más difícil y doloroso. Se escribe, sí, pero escribir es abrirse
por completo a que cualquiera indague en los recodos del alma, dejando a la
vista las cimas y las miserias de la misma. Existe al respecto la pregunta de
si de verdad se siente como se escribe, de la sinceridad en el verso. En cierto
modo, por mucho que se intenten difuminar, los sentimientos, la necesidad de
expresarlos está en el germen de cualquier poema, porque subyace la voz poética,
que es sincera e inevitable seña de identidad de quien escribe.
… Y la soledad, esa soledad sentida quizá desde antes de la toma
de conciencia del don de la escritura; una soledad proveniente de saberse distinto
en la percepción del mundo; de saberse ajeno a la forma cotidiana de sentir las
cosas… de la constatación de que es complejo encontrar a otros que comprendan,
que respeten esa intensidad en el vivir de cada instante; una soledad peligrosa
porque dobla las rodillas en el caminar por esta vocación tan hermosa, pero tan
complicada. Posiblemente, en momentos de desánimo, sea mejor evitar estas
reflexiones y recordar a nuestro querido y admirado Unamuno y dejar que la
locura entendida como apasionamiento por unos ideales, nos invada: “ […] No se entiende aquí ya ni la locura […]
Creo que se puede intentar [...] ir a rescatar el sepulcro del Caballero de la
Locura del poder de los hidalgos de la Razón". (Miguel de Unamuno, “El
sepulcro de don Quijote”, prólogo a Vida de don Quijote y Sancho). De ello puede surgir -aunque humilde- alguna luz: "Don Quijote abandona su armadura"
Sirvan estas reflexiones como contribución –humilde, pero contribución
al fin- a mantener a la poesía en lugar que le corresponde. Por eso, “¿…Poesía?
… Yo invito” Nosotros invitamos.